Al sitio donde los ríos más caudalosos de Chihuahua- el Conchos y el Bravo- mezclan sus aguas, llegó en 1684 el maestre de campo Juan Fernández de Mendoza y tomó posesión de la tierra, en nombre de la corona española. Pasaron 30 años hasta que el virrey de Valero ordenó al sargento mayor, Juan Antonio de Trasviña, somete a los indígenas nativos que merodeaban por las riberas de ambos ríos, impidiendo la labor de los misioneros y de los colonizadores.
Trasviña fundó Santiago de Coyame y Nuestra Señora de Begoña y, desde lo alto de una sierra que llamó De la Cruz, vio el fértil valle de Ojinaga. Sus hombres atravesaron el río y en la otra banda levantaron cuatro misiones: la de Aranzazu, la de Guadalupe, la de San José, y finalmente la de San Cristóbal. Esos nombres, perdidos todos en el polvo del desierto, se recuerdan apenas en algunos renglones de la historia.
Las misiones de los ríos se despoblaron diez años después, cuando los indios se alzaron y la región volvió a ser como antes. Para detener a comanches y apaches , los novohispanos establecieron un presidio militar en 1759, al que llamaron Presidio del Norte. Ese nombre le quedó hasta 1865, cuando los liberales chihuahuenses cambiaron el viejo nombre por el de Villa Ojinaga, en memoria de su correligionario Manuel Ojinaga, asesinado por los imperialistas en la Sierra Tarahumara. En cambio los invasores norteamericanos que se establecieron a la izquierda del río Bravo conservaron el nombre de Presidio, tan cargado de historia.
Ojinaga, localizada a 223 kilómetros de la capital chihuahuense, siguió siendo paso de aventureros desesperados que desafiaban a víboras y coyotes del desierto. De esta frontera salió el general Luis Terrazas con su carga de pesos y parientes a buscar amparo y refugio del otro lado del Bravo, mientras Villa le pisaba los talones, le quemaba trenes y tomaba a su hijo de rehén.
En Ojinaga usted podrá sentir la emoción de pisar un paisaje casi lunar; podrá imaginar el principio del mundo; podrá meter las manos en la arena y quedarse con los fósiles de peces y caracoles que vivieron en este mas de Tetis. Las noches de luna confundirán los aullidos de los coyotes con los alaridos de apaches y tobosos que, como fantasmas, siguen reclamando su tierra. No se pueda este paisaje de lechuguilla, de flores insólitas que viven un solo día, y del agave que da la savia para destilar sotol, bebida que se hace perlas en la botella y consuela la soledad del desierto.